Anuro

Daniela López
Estudiante FMVZ UNAM

Resulta típico de los niños, me parece, que a edades tempranas les de por tener una mascota.

En mi caso alguna vez tuve una rana. Era toda seriedad.

¿Rana? Tal vez sería más específico decir que era un sapo. Nunca lo supe con exactitud. Lo cierto es que era de grandes dimensiones a comparación de los anuros en general (ranas y sapos). Apenas cabía en mis brazos.

No entiendo como sucedió, pues yo había pedido un perro, pero en definitiva mi rana–sapo era mucho mayor que un Chihuahueño.

Lo que más me impactó de haberla criado, recuerdo que era la creciente aversión que sentía hacia ella, y posiblemente era mutua. Debido a su seriedad (supongo que no le gustaba su casa-pecera), innumerables veces sucedía que ella se encontraba en su estanque, yo me distraía, y al próximo segundo ella ya no estaba y tardábamos mucho en darnos cuenta pues la rana era muy callada. Innumerables veces la tuvimos que ir a buscar.

No sé porque lo hacía si en realidad la rana hasta me causaba (¿y por qué no decirlo?) miedo.

Cierta vez la rana escapó de su pecera y huyó al jardín y esa fue la vez que descubrió la alberca que había en mi casa. 

Corrió ¿o saltó? rápidamente hacia ella. De hecho fue la única vez que la vi desplazarse de una manera tan ágil. Al llegar a la orilla se abalanzó sobre una hoja que flotaba en el agua. Y entonces mi rana navegaba en la alberca sobre una hoja. ¿Y cuál era el problema? Bien se podría haber adaptado a vivir en la alberca.

El problema era que a mi escasa edad de aquel entonces, me habían hecho creer que el cloro era como la lava: si la tocas, te mueres. Y aunque no me agradaba mi mascota yo era responsable por su vida (o al menos así me sentía).

Me incliné hacia el agua y casi alcanzaba la hoja donde navegaba mi rana cuando esta, ingrata mascota, dio un pasito de lado y alejó la hoja de mi. Al mismo tiempo la escuche croar por primera vez. Tuve entonces que esperar a que se acercara de nuevo a la orilla, lo desesperante fue que cada vez mi desgraciada rana me hacia lo mismo que la primera vez. Realmente sabía dirigir su hoja. 

Esa tarde la oí croar más veces que nunca. 

Finalmente algo cambio, se escuchó el portón abriéndose y vi a mi mamá entrando. La rana en ese instante saltó ágilmente a la orilla y salió dando sus pequeños saltitos de la casa y de mi vida. No la busqué. De hecho compré un escorpión, y este resultó ser más amigable.

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