A Rusia, con amor (I)

Luz Arcelia Suárez Ramírez
Flautista
Palabras clave: Música, Músicos rusos

Les contaré ahora una historia que parece una miniserie de Netflix. Trata de la identidad musical de un país y sus personajes no tuvieron mucho de excepcional… bueno, excepcionalmente eran rusos. Antes que cualquier otra cosa suceda, a manera de introducción, es importante que les cuente lo que sé sobre ellos para que los vayan conociendo:

Rusia se había mantenido al margen de la historia europea cuando, durante el siglo IX, los católicos ortodoxos la cristianizaron. Con el tiempo superaron las expectativas y decidieron que no tenían porqué obedecer un sistema fundado por gente que ni los conocía ni se interesaba por ellos, entonces crearon su propia iglesia ortodoxa. Aún a inicios del siglo XVIII tenían un sistema feudal latifundista y monasterios funcionando al pleno, como si fuera Europa medieval. Estos monasterios tenían monjes copistas y resguardaban vastas bibliotecas, recibían peregrinaciones de todas partes, lo que hacía de ellos centros culturales cosmopolitas. 

Cuando Napoleón les visitó en funesta campaña conquistadora dejó influencias que darían fruto lento pero seguro. Recibieron noticias y chismes, modas y ciencias de tierras que les eran muy lejanas aún. 

 Sorpresivamente, a principios del siglo XIX la música en Rusia era considerada un arte menor de entre todas las artes (Schonberg, 1987). Los hijos no se dedicaban profesionalmente a reproducir e inventar cancioncitas pues la gente del campo ya lo hacía espontáneamente. La pintura, la literatura sí eran aceptadas y respetadas formas de arte, la música no, razón por la que no se habían preocupado por tener conservatorios y academias. Los conservatorios en San Petersburgo y Moscú fueron fundados hasta 1862 y 1886, antes de eso aprendían a tocar instrumentos de manera particular en casa como para deleitar a las visitas.

Desde siempre, cuando alguien sube a un escenario a tocar, sea profesional o no, si se equivoca, si se pone nervioso o muestra inseguridad, el público le grita que se largue, le exige que baje del escenario porque no sirve, no merece estar allí y le arrojan cosas hasta que logran desaparecer de la vista.

Serán lo que sea, pero como muy en serio. 

I
Todo comenzó cuando al Zar Pedro el Grande se le ocurrió la colosal idea de fabricar su corte al más refinado estilo ‘siglo de las luces’ en versión rusa-despótica. Construyó su capital en la desembocadura del río Neva, que era una zona pantanosa. El proyecto bajo diseño consistió en desecar zonas, construir canales con puentes y lindas estatuas. Esto es San Petersburgo. Sus nobles hablaban francés y consumían exclusivamente arte europeo, por ejemplo, si se presentaba ópera debía ser italiana. El monarca se adueñó de tierras cuyos amos habían mantenido por generaciones, se las arregló para que ellos mismos las siguieran trabajando a cambio de títulos nobiliarios asegurando, además, la participación masiva en sus generosas fiestas. 

Un siglo después, algunos de esos terratenientes, ahora ilustres nobles, pertenecían a la marina o al ejército por tradición y no podían dejar de ser lo que siempre habían sido: gente del campo. Pretenciosos enseñaban –o trataban de enseñar- a sus hijos modos europeos por medio de maestros y tutores particulares importados de origen. Cuando era posible los mandaban a estudiar y a vivir temporadas en Europa. La ventaja cultural para mi relato fue que no existe en este mundo nadie más local que la gente que trabaja la tierra y la que está en el ejército. Mientras que, para la misma corte rusa, estos nuevos nobles no dejaban de ser unos rancheros ahora ridículos por sus trajes nuevos, yendo a estudiar a la Europa afianzaron su identidad cultural porque los músicos europeos en Europa, por otro lado, gozaban con las maravillas exóticas que les llevaban los rusos. A su regreso, más rusos que nunca, ya no quisieron vivir en el campo, y las ciudades –Moscú y San Petersburgo– estaban plagadas de maneras que no eran las suyas, no constituían su pensamiento natural. 

Mijail Glinka (1804-1857), que era uno de estos hijos, aprendió a tocar el violín y el piano en su casa. A sus veinte años trabajaba para el Ministerio de Vías y Comunicaciones en San Petersburgo, pero le gustaba la música, así que cuando cumplió veinticuatro abandonó el puesto y se lanzó de viaje a Italia en donde se preocupó por conocer músicos renombrados y por tomar algunos cursos de teoría musical y, entonces, se puso a componer. La música que hacía en este periodo estaba muy lejos de reflejar cualquier hazaña nacionalista, contenía alguna carga rusa pero a modo muy europeo (algo así como La Cucaracha en cualquier versión hollywoodense). 


Cuando volvió a casa, veía ya las cosas desde otro punto y le sorprendió el lugar que ocupaba lo ruso entre los rusos. Se integró a un medio que compartía su mismo sentir por el arte nacional y comenzó a escribir seriamente música sinfónica con mucha carga folklórica. 

Su primera ópera, Una vida por el Zar, fue un éxito y ganó un lugar profundo en el corazón de esa sociedad intelectual nacionalista que venía formándose. El libreto hablaba de los campesinos y no de los nobles, la partitura en ruso incluye canciones populares y el vestuario original eran trajes folklóricos. 

Tchaikovsky no daba crédito: “Un aficionado que tocaba a veces el violín y otras el piano, que componía cuadrillas descoloridas y fantasías sobre temas de moda, que ensayó la mano (para escribir) formas serias (como cuartetos, sextetos y la canción), y no alcanzó nunca a componer más que trivialidades de acuerdo con el gusto de la década de 1830 y, de pronto – a los treinta y cuatro años – produce una ópera que por su genio, amplitud, originalidad y técnica impecable, está al nivel de la música más grande y más profunda.” (Schonberg, 1987)
La música, aunque ingenua, tiene el valor del pionero. Hay que recordar que no tenía preparación profesional, pero abrió brecha y marcó la historia musical rusa. 

No volvió a tener ese éxito. Su música tenía más calidad, por su experiencia, pero la sorpresa ya no era posible. Su gran éxito al paso del tiempo fue y es otra ópera, Russlan y Ludmila, cuya obertura se mantiene con buen puntaje en el repertorio de los grandes éxitos clásicos. La ópera completa también es nacionalista y tiene más personalidad que Una vida por el Zar, está mejor armada y es más interesante por los recursos musicales que utiliza: modos, escalas y tonos definidos, disonancias ásperas, pero en su momento resultó un fracaso, al público no le gustó. 

Kamarinskaya, poema sinfónico basado en un tipo de danza tradicional rusa, ocupa un lugar importante en ese camino nacionalista que Glinka creó. En una de sus cartas, Tchaikovsky habla de su importancia: “La escuela rusa actual está representada toda en Kamarinskaya, del mismo modo que todo el roble está contenido en la bellota… Todos los compositores rusos, yo mismo incluido, extrajimos de ella combinaciones contrapuntísticas y armónicas siempre que tuvimos que utilizar música de danza rusa.” (Schonberg, 1987)

 (abril 21 de 2023)

Bibliografía: 
Schonberg, H. C. (1987). Los Grandes compositores. En H. C. Schonberg. Buenos Aires: Javier Vergara Editor.


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