El Robo Perfecto

 Eduardo D. Infante Favila

  La historia que les contaré sucedió hace más o menos cien años y es totalmente real, me la contó su protagonista: Toribio.

La narraré en primera persona porque así me la contó él.

"Después de la muerte de mi padre, mi mamá, mi hermana Rita y yo nos vimos obligados a abandonar la que hasta entonces había sido nuestra casa. La familia de mi padre no la quería ver ahí, ni a sus hijos, de tal forma que metimos nuestras cosas en una maleta y tres cajas y nos fuimos a la ciudad donde mi mamá tenía familiares.

Mi madre era una excelente cocinera y una prima la recomendó en una hacienda lechera, donde le dieron trabajo; en la hacienda nos asignaron una habitación grande con hermosas cortinas con flores rojas y amarillas, dos camas grandes y calientitas, un enorme ropero con dos espejos, una mesa con cuatro sillas en donde Rita y yo nos sentábamos por la tarde junto a una ventana para hacer la tarea.

La hacienda era enorme y se llamaba “La vaca blanca”. Tenía cientos, o tal vez, miles de vacas lecheras, (bueno, eso me parecía a mis nueve años); con grandes establos en donde se ordeñaba por la mañana y por la tarde y una tienda de raya donde se mantenía permanentemente endeudados a los peones.

La casa principal era enorme, con un portal con columnas y un gran salón en donde se celebraban grandes fiestas cinco veces al año. La más fastuosa era la que se llevaba a cabo a finales de septiembre, pues en ella coincidían: el cumpleaños de Doña Irene, el fin de la cosecha y la fiesta del Santo Patrono del lugar: San Miguel. La cocina de la hacienda era muy grande y estaba dividida en dos: la cocina de humo, donde se ubicaba el horno para hacer pan, y, en las grandes fiestas, se ponían hasta ocho mujeres a “echar tortillas“, y la cocina del diario que era donde trabajaba mi mamá; en los días de fiesta había ahí de diez a doce cocineras.

No piensen que mi hermana Rita y yo nos la pasábamos de ociosos, no... , También teníamos obligaciones; por ejemplo: teníamos que poner la mesa para la cena de los amos, yo los fines de semana servía de acompañante, guardaespaldas, mensajero y lo que se le ocurriera al niño Mauro, el hijo menor de los patrones, que, aunque era dos años mayor que yo, era un inútil consumado, consentido y llorón como pocos.

Lo que me gustaba de estar a su servicio es que en ocasiones compartía conmigo algunos de los muchos dulces que tenía a su disposición. De ese modo, transcurría mi vida a los nueve años. Cuando llegó el 28 de septiembre, víspera de la gran fiesta, que en esta oportunidad sería mayor, pues Doña Irene cumplía cincuenta años.

Con motivo de la fiesta algunos peones habían sido retirados de sus habituales funciones y llevados a la casa grande para ayudar en lo que fuera necesario, también se contrataron personas para el montaje de todos los elementos que engalanarán la casa en la gran fecha.

Mi mamá iba y venía por la cocina dirigiendo aquella orquesta, en la que, en ocasiones, parecía tocar cada una por su cuenta. En medio de este caos, Rita y yo éramos mensajeros, llevando órdenes y mensajes en todas direcciones.

Una de estas órdenes fue sencilla: “Ve a la tienda y pídele a Don Tacho una caja de cerillos, pero dile que es para la casa grande”.

Para ir a la tienda de raya era necesario salir del casco de la hacienda, atravesar los establos y llegar hasta la bodega y a un lado está el gran edificio de piedra de la tienda de raya.

Al llegar jadeando encuentro en la puerta a Don Tacho con un cigarro en la boca, sin saludar pido una caja de cerillos para la casa grande. Sin mirarme Don Tacho responde: 

-Tómalos, sabes dónde están. Y espérame a que regrese, voy a mear -  y se alejó rumbo a los establos, entre a la tienda y por la pequeña puerta me colé detrás del mostrador, cuando me subí al banco para alcanzar los cerillos lo vi, el cajón del dinero abierto y dentro unas diez o doce torres de monedas de un peso de plata.

Tomé los cerillos, y antes de bajar tomé una moneda, no se va a notar pensé; pero una segunda mirada me hizo ver que si se notaba. En este punto tenía dos opciones: Devolver la moneda, o emparejar todas las pilas y eso fue lo que hice; eran muchas monedas para llevarlas en las manos, así que saqué mi pañuelo e hice un atado con las monedas y las metí a la bolsa del pantalón, estaba a punto de salir corriendo cuando recordé que Don Tacho dijo espérame, así que salí a la puerta y lo vi venía caminando lentamente hablando con uno de los vaqueros, cuando estuvo a unos cuarenta pasos salí corriendo y al pasar a su lado grité: 

-Ya me voy- y llegué hasta los establos.

Sentía sobre mí la mirada acusadora de todos los que me rodeaban, para donde volteara me parecía que los peones y vaqueros se acercaban a mí con intención de detenerme. "No puedo llegar con esto con mi mamá" pensé y toque el gran bulto que hacían las monedas en mi pantalón, cuando de pronto sentí que el cielo se me abría, frente a mi estaba la puerta del estercolero ligeramente abierta. Sin pensarlo me dirigí hacia ella y me deslicé dentro, rápidamente me acerque al gran cerro de estiércol e hice un agujero en la base junto a la pared derecha para no olvidar el lugar.

  Al día siguiente fue la fiesta, y todo el día mi camino se estuvo cruzando con el de Don Tacho, en dos ocasiones intentó hablar conmigo, pero lo evité corriendo en dirección contraria; pensaba que trataba de atraparme para exigirme que le devolviera las monedas.

Esa noche tuve pesadillas, en mis sueños me veía rodeado de miles de manos:, algunas trataban de atraparme y otras que tenían boca me pedían a gritos que les devolviera las monedas Mi madre decidió que lo mucho que había comido el día anterior era la causa de mis malos sueños.

          En cuanto pude salir, corrí en dirección al estercolero y al llegar mi corazón se detuvo... el viejo carromato estaba siendo cargado con el estiércol que sería esparcido en las milpas. Cuando entré al bodegón, el peón que cargaba el carro daba la última palada. El resto del día lo pasé cerca de la tienda de raya. Con gran valor, me acerqué a Don Tacho quien me regaló unos dulces. Más tarde llegó el patrón, habló brevemente con el administrador y se fue sonriendo satisfecho con la bolsa de dinero en la mano.

Por la noche en mi cama, pensé que había hecho el robo perfecto, pues nadie se dio cuenta, pero lo perdí todo en el estiércol.

F I N.


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